Las ideas socialistas y su incidencia en la clase obrera
europea irrumpieron en el debate político-ideológico a mediado del siglo XIX,
especialmente a partir de la publicación del Manifiesto del Partido Comunista
(1848), preparado por Carlos Marx y Federico Engels. En América su presencia
fue palpable en los países más industrializados, mientras que en la República
Dominicana fue necesario esperar el inicio de la transformación de las
relaciones precapitalista en relaciones que apuntaban al capitalismo
industrial, fundamentadas en una incipiente economía que descansaba
principalmente en la producción de azúcar de caña y en talleres de
manufacturas.
Estos cambios en la economía y por tanto en la tecnología,
abrieron un importante espacio a la llegada de capitales, culturas productivas
y en especial a la inmigración de braceros y técnicos provenientes de las islas
del Caribe, tanto de Cuba y Puerto Rico como de las Antillas que estaban bajo
el control de Inglaterra. Los dominicanos somos deudores de los inmigrantes,
tanto de prácticas como de ideas políticas y administrativas que se pusieron en
boga desde finales del siglo XIX.
Los vocablos "socialista", "comunista" y
"anarquista" guardan relación, en ciertas formas, con la presencia de
esos inmigrantes. Pero además, estos, y en especial las ideas socialistas,
comenzaron a popularizarse en la medida que regresaban algunas de las personas
que habían visitado Europa y los Estados Unidos de Norteamérica, como fueron
los casos de Manuel Rodríguez Objio y Gregorio Luperón.
Nuevas estructuras familiares y cambio en la demografía
Todo ello está derivando en una dualización social
creciente. Si ya en los ochenta se produjo un retroceso en la distribución de
la riqueza entre las rentas del capital y del trabajo, cuando por otro lado a
finales de los setenta y primeros de los ochenta se había logrado un cierto
avance de las rentas laborales en el reparto de la tarta de la riqueza
producida, como consecuencia de la correlación de fuerzas existente en el
momento de la transición política [Fdez Durán , 1993]; desde entonces, la
riqueza (renta y sobre todo patrimonio[8]) ha sufrido un proceso de
concentración muy considerable hacia un extremo del espectro social, mientras
que en el otro se han ido acumulando las carencias y las deudas [Naredo ,
1993b]. Y esta situación se ha acelerado en los últimos años como resultado de
la creciente precarización del mundo del trabajo, y del cada día mayor carácter
rentista (y especulativo) de las rentas del capital.
Las rentas del trabajo, en su conjunto, caminan los últimos
años por debajo de la inflación, con lo que pierden peso en el reparto de la
tarta global. Y las rentas del capital (incluidos los más de seis millones de
personas detentadoras de los 27 billones de pesetas existentes en fondos de
inversión a finales de 1997, y cuya cuantía no cesa de incrementarse) progresan
desde hace tiempo a tasas que más que duplican la inflación.
Aparte de los cambios poblacionales ya reseñados, en las
últimas décadas se están produciendo transformaciones espectaculares en
diversas variables sociodemográficas. La combinación de un brusco descenso de
las tasas de fecundidad y natalidad, con la consiguiente reducción de la
población más joven, junto con el descenso de las tasas de mortalidad, el
aumento de la esperanza de vida y el efecto paralelo del envejecimiento de la
población, está provocando también fuertes alteraciones en el funcionamiento de
la estructura social. Estas alteraciones tienen (y tendrán aún más en el
futuro) una fuerte repercusión sobre la estructura de edad, el tamaño medio
familiar, el mercado laboral, las nuevas pautas de pobreza... Y a su vez, las
modificaciones en dichos ámbitos inciden, en mayor o menor medida, en las
mutaciones de las variables sociodemográficas.